Ah, caray… toda la vida me han dicho que me falta un tornillo. Y yo, oye, bien orgullosa, como si me hubieran colgado una medalla olímpica en el pecho. Porque te voy a decir la pura verdad: el tornillo que me falta es justo el que me hace bailar en la cocina con la escoba como si fuera Ricky Martin, hablar con mi perrito Coco como si entendiera de amores y de enredos mejor que cualquier psicólogo, y soltar la carcajada en la fila del banco cuando me acuerdo de aquel chiste subidito de tono.
¿Y qué? Pues nada, que la vida se disfruta más feliz y sabrosa con un tornillo flojo.
Mientras algunos andan apretados, serios, derechitos como si trajeran corsé de hierro, yo voy suelta, ligera, sin miedo al ridículo. ¿Tú crees que a estas alturas de la película voy a andar preocupándome por parecer una señora formal? ¡Ni hablar! Yo soy la loca alegre del barrio, la que canta en el mercado, la que baila con la música y con la bolsa de la compra en la mano… y si me animo, hasta te suelto un par de pasitos atrevidos para que vean que todavía traigo cuerda.
Porque, mira, los tornillos flojos son los que nos salvan. Son los que nos hacen correr bajo la lluvia sin importar el peinado, comernos el pan con las manos como si fuera un pecado delicioso, o decir un “te quiero” con mirada pícara, aunque nadie lo entienda.
Así que consejo gratis: no te pongas nunca ese tornillo que te falta. Déjalo perdido, que es justo el que te da alas, carcajadas y esa libertad juguetona que hace que la gente diga: “Mira, ahí va Amalia… con Coco, con su tornillo flojo, bailando, y con la chispa que no se le apaga”.
Porque sí, mi amiga: los cuerdos se mueren de aburridos… y las locas felices, como yo, ¡vivimos bailando y tentándole un poquito a la vida!

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