Ser madre es una aventura que empieza con pañales, risas, desvelos y abrazos infinitos. Parece que esos años nunca van a terminar, pero un día te das cuenta de que tu hijo ya no es un niño. Que la vida le queda pequeña dentro de casa y que necesita salir a buscar su propio camino.
Y ahí es cuando el corazón se divide en dos: por un lado, la alegría inmensa de verlo cumplir sueños, crecer, volar con alas propias; y por el otro, esa nostalgia que te aprieta el pecho porque los días de su infancia ya no volverán.
He sentido la distancia, claro que sí. He sentido esa mezcla rara de vacío y orgullo, de querer retenerlo y a la vez empujarlo hacia adelante. Y he comprendido que ser madre también es aprender a soltar, a confiar en que lo que sembraste en su corazón siempre estará con él.
Hoy sé que aunque la vida lo lleve lejos, aunque tome caminos que yo no recorra, siempre habrá un lazo invisible que nos mantenga unidos. Porque un hijo nunca se aleja del todo: lleva contigo su raíz, y tú lo llevas a él en tu propio corazón.
Y entonces sonrío. Porque lo veo feliz. Porque sé que mientras él crece y vuela, yo sigo aquí, celebrando cada paso, cada logro, cada nuevo comienzo suyo. Y aunque a veces me duela, me llena de orgullo decir: mi hijo está cumpliendo su vida.
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