Hoy me senté a desayunar y pensé: ¡anda, mira!, un día nuevo servido en la mesa, así, como quien no quiere la cosa.
El café me guiñó el ojo (sí, sí, a mí me guiña el ojo el café, ¿Qué pasa?), el pan me gritó: “¡no me dejes abandonado que luego me pongo duro!”,
y la mantequilla… bueno, esa ya directamente se derritió de amor sobre la tostada, más pegajosa que un ligue pesado.
A ver, que no todos los días son feria ni verbena,
pero cada mañana es como una entrada gratis a la peli de la vida.
Eso sí, a veces me ponen puro dramón,
pero oye, con mi café en la mano hasta el drama me parece digno de aplaudir.
Así que gracias por este desayuno que parece normalito,
pero en realidad es un banquete disfrazado de rutina:
el sol metiéndose a chismoso por la ventana,
el pan crujiente como carcajada de colega,
y yo aquí, celebrando que sigo vivita y coleando…
con la boca llena y el corazón todavía más.
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