Creo en Dios. Creo en su amor, en su cuidado y en su fuerza. Pero sé que cada persona tiene su forma de sentir esa guía que nos acompaña en la vida. Algunos lo llaman universo, otros destino, otros energía… y todos ellos llevan el mismo mensaje: alguien, algo, nos protege, nos cuida y nos da fuerza para seguir adelante. Lo importante no es el nombre, sino la sensación de confianza, de amor y de compañía que sentimos en nuestro corazón.
Para mí, la fe ha sido siempre mi sostén. Ha sido la luz que me ha levantado después de los golpes más duros: la pérdida de mi hermana, de mi madre, de mi padre, de mi marido… momentos en los que parecía que el mundo se derrumbaba. Pero la fe me ha dado esperanza, me ha enseñado a abrir los ojos cada mañana con gratitud, a mirar la vida con confianza y a entender que cada día trae consigo nuevas oportunidades, amor y alegría.
Siento la presencia de mis seres queridos que ya no están físicamente, siento a los ángeles que me rodean y ese espíritu protector que me abraza y me guía. Sé que todo está conectado, que todo tiene un propósito, y que aunque a veces no entendamos los caminos de la vida, siempre hay luz y cuidado alrededor nuestro. Cada gesto, cada pensamiento, cada paso que doy está impregnado de esa confianza de que la vida nos sostiene, que nada es en vano y que cada prueba también es una enseñanza.
Y quiero decirlo bien alto: soy muy feliz, porque sé que si Dios vive dentro de mí, nadie puede contra mí, ni contra mi Coco, ni contra mi Borja. Esa certeza me da paz, alegría y fuerza para vivir cada día plenamente. A mis 65 años, sigo con ilusión, confiando en que Dios me tiene preparadas cosas muy bonitas por vivir. La fe es mi compañera constante, y sé que mientras la mantenga viva, siempre habrá esperanza, protección y felicidad.
Aunque cada uno lo llame de manera distinta, lo esencial es esa conexión con algo más grande que nosotros: esa fuerza que nos da valor, que nos enseña a amar, a reír, a vivir con gratitud y a enfrentar la vida con esperanza. La fe nos recuerda que, aunque el camino a veces sea difícil, nunca estamos solos. Que siempre hay luz, protección y amor disponible para quienes creen, sienten y confían.
Porque la fe no tiene un solo nombre, no tiene límites ni fórmulas. La fe tiene corazón. La fe es sentir que no estamos solos, que estamos acompañados por algo que nos ama, nos cuida y nos guía. Y cuando abrimos nuestro corazón a esa fuerza, descubrimos que todo es posible, que la vida sigue siendo hermosa y que siempre hay razones para sonreír, para agradecer y para confiar. Yo nunca pierdo la fe, y sé que lo mejor aún está por llegar.
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