Hoy por fin ha llegado el frío de verdad. Ese frío traicionero que te hace sacar la bufanda del cajón con la misma urgencia con la que yo busco mi onza de chocolate después de comer.
Un frío de esos que te obligan a meter las manos en los bolsillos y decir: “¡Ay madre, qué rasca!” como si estuvieras regañando al invierno.
Pero no pasa nada, porque a los días grises hay que ponerles color, y de eso yo sé un rato.
Por la mañana he salido a tomar un café aprovechando un rayito de sol tímido que parecía decirme: “Venga, Amalia, sal, que te acompaño un poco”.
Luego me he ido a casa de mi amiga Blanca, porque estoy haciendo un árbol de ‘password’, una de esas manualidades que me tienen entretenida y feliz. Tenía que ponerle unos lazos y, mira, nos hemos reído un rato.
Al mediodía he comido Trinxat de la Cerdanya con Rafi. Qué plato tan sencillo y tan bueno para días fríos… ¡te calienta el alma!
Y por la tarde he bajado a Coco, que hoy iba con su abriguito puesto, porque él también nota el fresquito. Íbamos los dos bien abrigados, como dos guapetones paseando por el barrio.
Al llegar a casa me he dado cuenta de que no tenía chocolate, y claro… a mí después de comer no me quita nadie mi onza. La fruta muy bien, pero mi trocito de chocolate es sagrado.
Así que he salido otra vez, congeladita pero decidida, a por mi dosis de felicidad.
Y ahora ya estoy en casa, calentita, con el pijama puesto, Coco acurrucado a mi lado, y el silencio de esas tardes tranquilas que a veces saben a gloria.
Voy a ver un poquito la tele, descansar y agradecer este día tan sencillo, tan normal… pero tan bonito.
Porque al final, la vida está hecha de estas cositas pequeñas que te hacen sonreír sin darte cuenta.

No hay comentarios:
Publicar un comentario