Dicen que las montañas más altas ofrecen las vistas más hermosas. Que cuanto más cuesta subir, más recompensado se siente uno cuando llega a la cima. Y sí, la vida muchas veces se parece a eso: a un sendero empinado, con piedras, con niebla, con momentos en los que parece que no se avanza… pero siempre vale la pena seguir ascendiendo.
Hay montañas majestuosas repartidas por el mundo: el Everest, el Aconcagua, el Mont Blanc… pero también hay montañas más pequeñas, menos famosas, que regalan vistas que te dejan sin aliento. Y lo mismo pasa con nuestros propios desafíos: no hace falta escalar el Himalaya para sentir que hemos logrado algo grande. A veces basta con levantarse un día más, con seguir adelante cuando el cuerpo pide descanso, con mirar atrás y decir: “he subido más de lo que pensaba”.
Cada paso hacia arriba nos aleja del ruido, de lo plano, de la monotonía. Cuanto más subes, más silencio hay, más claridad, más belleza. Y lo mejor es que cada uno tiene su propia montaña que conquistar. Algunos la suben rápido, otros despacio; algunos van con mochila ligera, otros cargan con piedras del pasado… pero todos tenemos derecho a mirar desde lo alto y sentirnos orgullosos.
Así que, cuando sientas que cuesta, que el camino es largo, recuerda esto: no se trata de correr, se trata de avanzar. Paso a paso. Día a día. Respiro a respiro. Porque la cumbre no es un lugar: es un momento de claridad, de paz, de alegría por haber llegado.
Solo hay que seguir ascendiendo.
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