sábado, 27 de septiembre de 2025

La mesa de mi vida


Hubo un tiempo en que mi casa parecía romería. Siempre había sillas de sobra, platos de más y la puerta abierta de par en par. Yo pensaba que el amor era permanecer, que quien llegaba lo hacía para quedarse, y que todo el mundo venía con buenas intenciones. Qué ilusa, dirás tú. Pero claro, una de pueblo es así: corazón grande, mesa larga y la olla siempre hirviendo.

Con el tiempo, la vida me dio un par de bofetadas de esas que no avisan. Aprendí que hay visitas que entran como Pedro por su casa, comen, beben, se ríen… y cuando hay que fregar los platos, ¡zas!, ya no queda nadie. También descubrí que hay manos que solo saben vaciar y nunca llenar, y voces que callan justo cuando más falta hacen, como esos amigos que parecen fantasmas: aparecen en las fiestas, pero se esfuman en las tormentas.

Al principio dolió, no te voy a engañar. Porque una, con el alma generosa, tarda en aceptar que no todos los que se sientan en tu mesa vienen a compartir, sino a aprovechar. Pero mira, al final la vida enseña. Y yo, que de ingenua pasé a lista a fuerza de palos, decidí encoger la mesa. Ahora es más pequeña, sí, pero también más serena.

En ella solo se sientan los que saben que compartir no es arramplar, sino estar. Los que entienden que la vida no son solo los días de sol, sino también las noches de apagón. Los que se quedan cuando se acaba el vino, cuando toca recoger la mesa y hasta barrer las migas del suelo.

Y te diré una cosa, que esto sí que lo aprendí bien: prefiero cuatro alrededor de la mesa, de esos que dan paz y calor, que veinte que dejan ruido y vacío. Porque al final, de eso va la vida: de quién se queda contigo cuando la luz se apaga… y cuando toca fregar los platos.

En mi mesa ya no hay huecos de sobra, pero sí sitio de corazón



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