Ponerse en los zapatos del otro no es ningún misterio, oye. No hace falta ser un filósofo ni ir a un retiro espiritual. Solo hay que cerrar los ojos un momentito y pensar: “¿Y esto a mí cómo me dolería?” Nada más.
Porque, imagínate: las palabras que lanzamos como si fueran confeti… vuelven como un boomerang. Ese silencio que a veces regalamos con tanta naturalidad también se nos escapa y nos deja solos. Y la herida que causamos… ¡zas!… también pica en nuestra propia piel. Sí, sí, aunque no lo queramos admitir, el mundo nos devuelve lo que damos, para bien o para mal.
La vida sería otra cosa si todos practicáramos un poquito de empatía, ¿no crees? Pensar dos veces antes de criticar, antes de apuntar con el dedo, antes de olvidarnos de quien nos necesita. Porque a veces, con un simple gesto, una palabra amable o una sonrisa, podemos cambiar el día de alguien… y de paso, el nuestro también.
No hace falta hacer grandes hazañas. A veces basta con escuchar, con callar un segundo y pensar: “Si yo estuviera en su lugar…” Ahí, justo ahí, es donde empieza la magia de entender al otro, de ponernos en su piel, de ser un poquito más humanos.
Y, oye, siendo sinceros, la vida se lleva mucho mejor si aprendemos a dar un paso atrás y mirar a nuestro alrededor. Porque todos tropezamos, todos nos equivocamos, y todos necesitamos que alguien nos tienda la mano de vez en cuando.
Así que la próxima vez que tengas ganas de soltar un comentario ácido o juzgar a alguien, párate, respira y haz el experimento: cierra los ojos un segundo y siente. Verás cómo cambia todo. Y si eso nos ayuda a ser un poquito más humanos… pues oye, que sea por todos los cafés y charlas que nos quedan por disfrutar.
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