Me sigo sorprendiendo de la fortaleza que tengo y de la manera en la que ahora afronto las tristezas. Antes, cuando alguien se iba de mi vida, me pasaba días llorando. Hoy, en cambio, soy yo la que prepara una despedida grande, bonita y con la frente alta.
Ya no le pido a nadie que se quede ni le ruego a nadie por cariño. No me he vuelto ni rencorosa ni orgullosa, pero sí he cambiado mi forma de mirar las cosas. Cada golpe, cada lección, me ha ido poniendo firme el corazón. De tanto caer, he aprendido a levantarme; de tanto tropezar, he conseguido andar derecho.
No queda rastro de aquella que fui ayer, salvo mi esencia, mi sonrisa y mi apariencia. Lo que soy no se ha construido de la noche a la mañana; ha sido a base de lágrimas, coraje y muchas madrugadas en vela. Todo aprendizaje me lo he ganado a pulso, con lo duro que he vivido.
Y aun así, siempre busco ser mejor. Pero no olvido por qué he crecido, ni quién me ha hecho fuerte en el camino. Hoy me miro y me reconozco: soy la misma de siempre, pero más entera, más serena y con un corazón que sabe lo que vale.
Porque la vida me ha enseñado a despedir sin odio, a recordar sin rencor y a seguir sin miedo. Y eso, amigas, es un lujo que no se compra: se conquista.